lunes, 17 de agosto de 2009

Leyendas, creencias y otras barbaridades II

El Galipote
Este es un ser humano que es capaz de transformarse en animales, básicamente para cometer una que otra travesura a los vecinos y amigos. Se cuanta la historia que la señora había guardado en la enramada unos víveres, especialmente la yuca del desayuno. Ella había sentido la presencia de ese burro que intentaba penetrar al interior en busca de esos víveres que había guardado con tanto celo. Sin pensarlo dos veces, tomó la mano con la que amasaba el maíz en el pilón que estaba ubicado en una esquina de la terraza y con ella golpeó en forma inmisericorde al susodicho animal. A la mañana siguiente, observó con preocupación que su compadre caminaba como si estuviera derrengado.
-Comadre, tengo un dolor profundo en la espalda que no me deja caminar con tranquilidad.
-Claro compadre-dijo ella para sus adentros-si usted se pone a ser trabajo de galipote no espere ser tratado como un ser humano.
El bacá
Este es un animal con poderes mágicos para defender los bienes del señor dueño de la finca. Generalmente, el bacá es un toro, un ovejo o un chivo que a través de un pacto diabólico entre amo de la tierra y el mismo Satanás se prometen riquezas abundantes a cambio del alma del ser humano. Ese ser misterioso es el encargado de proteger el ganado de cualquier intruso. Nadie se atreve a robar donde hay un bacá protector.
Más que un hecho real esta parecía una invención de los dueños de fincas para evitar que alguien penetrara a robar sus ganados.

domingo, 16 de agosto de 2009

Leyendas, creencias y otras barbaridades

La serpiente
Según se cree en esta zona del noroeste de la República Dominicana las serpientes terrestres, llamadas culebras, comían todo tipo de animales. Estas ingerían a lo largo de toda su vida una enorme cantidad de grasas y proteínas que las hacía crecer hasta convertirse en unas serpientes de gran tamaño, de tal forma que ya se les dificultaba arrastrarse sobre la tierra. Sólo les quedaba, como último recurso de supervivencia, encaminarse hacia el mar para allí convertirse en lo que se llama la Bestia de la Mar. Este enorme monstruo dejaría un largo camino desde las montañas hasta el mar, que podría ser visto incluso desde larga distancia.
Esta leyenda podría compararse con la historia bíblica del famoso leviatán o el mismo monstruo observado en la película Piratas del Caribe, aunque ahí se asemejaba a un pulpo gigante.
Luciérnagas
Para los campesinos las luciérnagas son llamadas mimitas. Estas se pueden observar en medio de las noches oscuras, más cuando no existían las redes eléctricas. Estas mimitas no eran insectos voladores que deambulaban en medio de la noche. No, eran las almas de los muertos que no encontraban el camino al cielo. Cada una de ellas producía ese temor insensato en la mente de los más chicos sólo con la idea de estar caminando con un muerto por un camino solitario.
Sólo bastaba con mirar la enorme bóveda celeste en la noche oscura para observar la magestuosidad de la Vía Láctea, pero para los campesinos no era más que el camino al cielo que El Señor mostraba a esas almas perdidas en medio de los caminos olvidados de la tierra.

sábado, 15 de agosto de 2009

Segundo éxodo parte III



Mi niñez se convirtió en una combinación perfecta de estudios, juegos y trabajo. Estudio de lo que se llamaba entonces la primaria (de primero a sexto), gracias al Señor que crearon el séptimo y el octavo (educación intermedia). Los juegos eran diversos pasando por los héroes de las novelas de Radio Santa María: Casán el Cazador, el Príncipe Leopardo, Kalimán y Luis Dragón; siguiendo con policías y ladrones, las escondidas, la minga y quién sabe cuántos más. Dos en especial nos animaban la vida: el béisbol y el cruce de rama en rama entre los árboles del patio. Los trabajos se reducían a la ayuda en el ordeñe: amamantar, arrear, conducir la leche a la casa, buscar las vacas, reunir los becerros... sin olvidar otras labores de la ganadería, entre las que cabe destacar: llevar el ganado a beber, achicar, chapear árboles y arbustos que impiden el crecimiento del pasto... además de las funciones agrícolas relacionadas con el tabaco y otros productos.

Era duro para nosotros y las bestias recorrer la distancia que existía entre nuestra casa y los espacios destinados a la ganadería y la agricultura. A mí en particular me desagradaba participar de esas actividades, ya que estaba destinado a participar de acciones más intelectuales que prácticas. Amaba el juego sobre todas las cosas, con mis hermanos aprendí a seguir el béisbol, principalmente el dominicano y el de grandes ligas. Nos pasábamos parte de la noche siguiendo las transmisiones de la Gran Cadena de la Calidad de Lilín Díaz, Johnny Naranjo, Freddy Mondesí y Billy Berroa. De esa aficción por el juego de pelota nos llevó desde pequeño a elaborar bates de madera, guantes de cartón, pelotas de trapos y bases de cualquier material que no representara riesgo para nuestros pies casi siempre descalzos.

Siguiendo el béisbol pude conocer pueblos como Agua de la Palma, Tiburcio, Gregorio, Rancho Manuel, Estero Hondo, La Jaiba, El Guayo, Copey, Agua de Luis, Derramaderos, entre otros. Eran visitas dominicales de dos partidos: uno en la mañana y otro en la tarde con un almuerzo sencillo al medio día. Era una de las pocas diversiones de esos pueblos olvidados. Esa comida casi siempre era un locrio de pica pica (sardina) o salami. A veces era yuca con spaguetti. Nos gustaba compartir el juego con los chicos de los pueblos vecinos, más si de por medio existía un grupo de chicas que asistían a observar los partidos. Nuestras indumentarias eran humildes: tenis o zapatos, pantalones de tela fuerte, una camiseta y una gorra. Ya para entonces jugábamos con pelotas de béisbol, bates de madera y unos guantes cansados del uso intensivo de mano en mano.

No obstante, El Papayo no era muy amante del béisbol. Ellos preferían los gallos, la música típica, las mujeres alegres y el trago de ron. Por esa razón no existía un lugar único para la práctica deportiva. Casi siempre eran solares secos del verano, así jugamos en el patio de Maritza, de Emilia, de los Vitalinos, de Armenio Medina, de Miro Quiñones, de Sergio, de Pedro Basilio, de la escuela, frente a Romelinda...

Era una época dorada. Tratábamos de seguir el ejemplo de Sobaro, de Bertico, de José y Radhamés de Hilda, Perucho, Porfirito, entre otros jóvenes. Ninguno de ellos logró pasar el famoso ciclo del amateur. Todo esto quedó atrás cuando cumplido mis catorce años tuve que emigrar en búsqueda de nuevos horizontes en un nido de corrupción para un muchacho campesino.

martes, 11 de agosto de 2009

Segundo éxodo parte II



Nuestra estadía en El Papayo abarcó unos 30 años. Este era un pueblecito alegre, contradictorio, conservador, amante del merengue típico, del ron y de los gallos. Estaba poblado, entre otras familias, por los Medina, Basilio y los Quiñones. Poseía dos calles principales: la principal, que comunicaba a Agua de la Palma con Tiburcio y, la secundaria, que lo unía con La Cavada y Puerto Juanita. Sin embargo, existían una serie de callejones que relacionaban los sectores escondidos con el centro. El más popular de todos fue El Callejón que servía de hábitat a las familias descendientes de Altagracia y Vitalino, Dulce y Pututo, María y Santana, entre otros.

Como era de esperarse, los hombres y mujeres de nuestra familia estaba destinados a vincularse de manera afectiva con las hijas e hijos de El Papayo. Rosario, en su segundo matrimonio, se casó con Salvador Basilio, de cuya unión nació Josué Ambiorix. Juan Alberto se casa con Lucrecia Medina Sosa, Diógenes con Rosa Medina Sosa, Hipólito con Rosa Guzmán y yo con Reyna De Jesús.

El Papayo era un bastión reformista, de seguro una herencia trujillista difícil de borrar. Se dice que el mismo Generalísimo Trujillo llegó a visitar a la comunidad, donde Emilio Medina fungía como alcalde, cargo que fue transmitiéndose de un Medina a otro Medina, hasta que llegó a manos de Fedé Basilio. De patricios a plebeyos.

Un pueblo que llegó a recibir a innumerables figuras de la vida política nacional: Trujillo, Balaguer, Jorge Blanco, Hipólito Mejía, Peña Gómez, entre otros. Fue así como tuvo privilegios para obtener los servicios educativos hasta octavo y servir de centro a los pueblos a su alrededor, agua potable, carretera en buen estado, oficinas de agricultura, centro de madres... hasta que todo fue degenerando hasta convertirlo en un pueblo olvidado.

Nuestra familia comenzó a desintegrarse en la medida que salíamos en búsqueda de mejores condiciones para el estudio y el trabajo. Incluso mi padre, muerto Polín Pérez, salió hacia la pista a trabajar con un militar que había conseguido una parcela en el gobierno de Balaguer, pero que a la llegada de Antonio Guzmán había declarado como ambos servicios incompatibles, fue así cómo mi padre de socio se convirtió en propietario de ese terreno localizado a orillas del río Yaque del Norte.

Al final, sólo quedaban Hipólito en su cargo de director de la escuela, Juan Alberto amante solícito de las lomas del balatal y yo en mi condición de maestro. Hasta emprendimos el éxodo definitivo a Santiago de los Caballeros, ciudad que nos alberga casi a la familia completa. La casa que recibimos para residir en esta comunidad la vendimos por unos 80 mil pesos, siempre amenazados por los descendientes de la señora Medina de recuperar lo que quedaba de su antigua casa. Ya hoy es parte de la historia. Sólo queda un solar que algú día se podría convertir en una casa veraniega que albergue a un gringo o a varios turistas extranjeros por su ubicación a unos cinco kilómetros de la playa de Punta Rucia.

lunes, 10 de agosto de 2009

Segundo éxodo



Avanzaba ya el año 1972 cuando mi familia decidió instalarse a la nueva casa en El Papayo, una sección de Guayubín, en la provincia de Montecristi. Esta comunidad era de las pocas que tenía características de un pequeño núcleo urbano. Sus casas estaban unas cercas de las otras. La mayoría estaba construida de madera de pino, con puertas de robles y caobas y su techo era de zinc.

El Papayo estaba enclavado en plena Cordillera Septentrional. Era un pequeño llano en medio de las ramificaciones de la cordillera que parecían lanzarse desde su altura hasta la costa del Océano Atlántico. Esta comunidad estaba localizada en la falda del Cerro llamado El Alto de El Papayo y cerca de El Guanillo y El Balatal. Este trío de montañas cuidan el este y el sur de la población. Los Cerros de Marino se encargan de hacer lo mismo al norte. El Papayo era un punto de referencia entre Villa Elisa y Punta Rucia o Estero Hondo. Era el extremo noreste de Guayubín, en las fronteras de las comunidades localizadas en el oeste de Puerto Plata.

Nos mudamos a un palacio en comparación con el bohío donde vivíamos anteriormente. La nueva casa contaba con tres habitaciones, una amplia sala con pisos cubiertos de linolio, un pequeño comedor, una terraza espaciosa, una cocina grande, la letrina de rigor y un super patio. Los jardines estaban cubiertos de una grama colchosa y verde como una alfombra de esmeralda El patio estaba cubierto de yerbas par el ganado, atravesado por una cañada que en tiempo de lluvia dejaba resbalar por centro un arroyuelo que daba la impresión de llegar a tierras paradisiacas. Los alrededores etaban protegidos por samanes frondosos, acacias retantes del viento y un ciruelo que invitaba a disfrutar el agridulce sabor de sus frutas.

Era la gloria para una super familia que había aumentado con la llegada del nidal. Se trataba de Patricia, quien cerró la fábrica. Un vientre que había albergado a 10 hijos vivos sin contar dos o tres abortos. Pero no hay espacio en la zona rural para los espíritus inquietos. Ya Bélgica y Juliana habían partido buscando fuentes de estudio y trabajo, ya que la escuela a penas llegaba hasta sexto grado. Así fue que se unieron a los miles de obreros que abandonaron sus campos para sumarse a la pujante Zona Franca de Santiago. Por razones diferentes Diógenes y Juan Alberto habían abandonado la escuela para integrarse al trabajo agrícola y ganadero. Por el contrario Hipólito hacía malabares para continuar sus estudios en Villa Elisa. Era un talento que no se podía desperdiciar detrás de una vaca o arrancando la esperanza en una planta de yuca.

El Papayo me brindó la oportunidad de avanzar hasta octavo grado para también inspirarme a un tercer éxodo ya iniciado por mis hermanos mayores. Fue la oportunidad de dejar las tetas de las vacas o las mieles de tabaco para dedicarme a fortalecer mi formación intelectual. Fue aquí cuando comencé a conocer de El Señor. Mis hermanas, con esa habilidad para atraer al sexo opuesto eran cortejadas por esos religiosos ambulantes que predicaban por doquier. Ellos utilizaban la técnica de reunir pequeños grupos y obsequiarles Biblia. Una de esas llegó a mis manos y así a conocer las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo.

Ese Papayo de mi niñez me brindaba los gratos recuerdos de conocer chicas de mi infancia como Dennis Salcedo, una digna descendiente de la familia Medina, una de las familias más prominentes de la comunidad. De jugar béisbol, un deporte que amé y practiqué sin mucho éxito. De escribir las páginas más gloriosas de mi vida.

Había terminado el octavo con éxito y ya no había cursos para mí en la comunidad. Mi familia decidió enviarme a Santiago para unirme al grupo de Rosario, ya divorciada de Roberto, Bélgica, Juliana e Hipólito. Era la familia más extraña: las mujeres trabajaban duro y estudiaban y los jóvenes estudiaban para forjarse un futuro diferente. Pero todo esto forma parte de otra historia: la de un tercer éxodo.



domingo, 9 de agosto de 2009

Primer éxodo parte II

Podría decir que contaba yo para el primer éxodo unos ocho meses de nacido. Lo que implica que estamos hablando del año 1965. Epoca de lucha del pueblo dominicano. Primero por el deseo de volver a la constitucionalidad del gobierno del Profesor Juan Bosch. Segundo por combatir al ejército norteamericano que trataba de proteger al gobierno de turno y así evitar la vuelta al gobierno de Bosch.

Mis recuerdos abarcan unos ochos años en Puerto Juanita. Años de deambular debajo de la mata de limoncillo, de sobrevivir a múltiples picadas de abeja, mosquitos y jejenes. De recibir como alimentos una variada dieta compuesta por leche, víveres, huevos, arroz y carnes. Sin olvidar de vez en cuando el pescado, lambí y el cangrejo producto de la cercanía del Océano Atlántico.

Puerto Juanita se comunicaba con el mundo exterior principalmente por el transporte de los jeeps que llevaban a la gente a Montecristi o ponerlos en ruta hacia Santiago o Mao. Bueno, sil olvidar la presencia de mulos, caballos y burros en tiempos difíciles de lluvia abundante.

Fue para esa época cuando recibí mi primer apodo. Había escuchado el sonido de los jeeps que se acercaban por la carretera par traer pasajeros a la comunidad. Mi curiosidad infantil me llevó hacia la calle para luego volver con la información esperada por todos. En ese momento dije: -Ahí vienen dos jeeps, creo que son Prim y Colá (Nicolás). Era lo que se llama un media lengua, es decir, alguien que pronunciaba las eres con un sonido peculiar diferente a los demás. De ahí en adelante comenzaron a decirme Prim y Colá. Al final se me quedó el apodo de Prim. Hasta que comenzaron a llamarme por mi verdadero nombre en la escuela.

De ese tiempo conservo entre brumas los recuerdos de mi primor amor. Se llamaba Argelia Sánchez, hermana de mi primera maestra. Una niña que jamás he vuelto a ver. Su familia emigró como muchas otras en búsqued de mejores condiciones de vida.

Era 1973, cuando mi familia decidió mudarse de Puerto Juanita a un lugar más cercano a la civilización. Resulta que una de las señoras del señor Polín Pérez, a quien mi padre administraba sus fincas y ganado, decidió mudarse a Santo Domingo. Era una estampida de familias emigrando de los campos a las ciudades en pro de mejores oportunidades de desarrollo a través del estudio o el trabajo. Así fue como María Rosa Medina, abandonó a El Papayo para dirigirse con su familia a la capital. La casa quedaría vacía. Se le hizo la propuesta de venta y mi padre aceptó sin pensarlo dos veces. 900 pesos pagó mi padre por ella. Una ínfima cantidad comparada con su valor real.

Era el momento de emprender el segundo éxodo de la familia Peña Guzmán. Ahora con dos varones más sumados a la cuenta anterior de cuatro que había llegado hace ocho años. Fausto Miguel y Víctor Ramón habían nacido en Estero Balsa, aunque para ellos no era de mucho orgullo decirlo. Era el momento de mudarnos a nuestra nueva casa. No comprendí en ese momento por qué algunos vecinos sacaron hojalatas para celebrar nuestra partida del lugar. No por ello dejamos de visitar a Puerto Juanita, ya que era un paso obligado para llegar desde El papayo hasta La Tina, Higuerito y Sancié, lugares donde teníamos que cuidar las propiedades del señor Pérez.

Ya para entonces Rosario se había casado con Roberto Ortega y había procreado sus dos primeros hijos Arisleida y Elvio.

sábado, 8 de agosto de 2009

Primer éxodo


Era julio cuando mi familia decidió dejar las calles polvorientas de Villa Lobos para emigrar por primera vez hasta Puerto Juanita, un paraje localizado a unos 20 kilómetros, precisamente en la costa atlántica. Puerto, porque fue salida de innumerables embarques de madera de la vertiente norte de la Cordillera Septentrional ni decir de otros productos agrícolas como el tabaco y el añil. Juanita, quién que señora daría su nombre, como lo hicieron Sinda, Isabel o Elisa en otras comunidades cercanas.

Puerto Juanita era el nombre bonito que la gente de cierto nivel educativo llamaba a esta comunidad, cuando su verdadero nombre era Estero Balsa. Estero, porque era un llano entre las montañas de la cordillera y las costas cercanas al océano. Un pueblo que se formó a lo largo de la carretera que comunicaba a El Papayo con la única protección costera que existía en esa zona, es decir, un cuartel militar. Esta era la tierra de los Salcedo y de otros campesinos dedicados a producir tabaco y a criar vacas, gallinas y cerdos para su subsistencia. Sin dejar de lado la pesca de los más audaces en medio de los manglares que eran inundados por las mareas altas y la recolección de lambíes y cangrejos en épocas de abundancia.

Un cuartel para evitar que los barbuses invadieran nuestro territorio. Idea que repetida tantas veces era creída sin reservas por los campesinos, que de vez en vez, eran obligados a realizar rondas y a sembrar los albinales de estacas para evitar el aterrizaje de alguna avioneta enemiga.

Un pueblo de calles empedradas, de aspecto polvoriento en tiempo seco y de extensos lodazales en tiempo de lluvia. Contaba con una maestra, responsable de la educación de niños y niñas hasta cuarto grado de básica. Era Mireya Sánchez la maestra que inspiró mi primer contacto con las letras en el patio de su casa. En este pueblo escondido de Montecristi fuimos a parar.

Nos mudamos en un bohío construído de astillas de madera de cambrón, entapizadas sus paredes con una capa de barro que nos protegía del frío. Era su techo de canas y sus puertas de tablas de robles. Su patio era un espacio pequeño sembrado de hierbas para el ganado: burros, caballos, becerros y mulos. Además, de contar de una cantidad indeterminada de gallinas y un número considerable de colmenas que producían cera y miel.

Aquí consiguió mi hermana Rosario su marido: Roberto Ortega, antes que su familia emigrara, como muchas otras a otras poblaciones de mayor desarrollo económico. Fue así como la familia Ortega, la Sánchez y la Salcedo dejaron el pueblo para irse a Villa Vásquez. Sí, aquí llegamos, mientras otros hacían sus maletas para irse.

Mi padre se convirtió en el administrador de las fincas y el ganado de uno de las hacendados más poderosos de la costa norte. Era su nombre Polín Pérez, dueño de extensas fincas desde Mamey en Puerto Plata hasta Sancié en Montecristi. Así que nunca nos faltó comida para mantenernos: carnes, huevos, leche, plátanos... Estas facilidades, también permitieron nuestro segundo éxodo.

viernes, 7 de agosto de 2009

Génesis de una vida


El 1 de diciembre de 1964 mi madre me había traído al mundo. No en una humilde casa de Villa Lobos con su arquitectura peculiar diferentes a todas las casas del mundo construidas de madera de palma y techo de canas y de suelo arenoso. Sí, en una sala de hospital público de Montecristi, donde mi madre acostumbraba tener a sus hijos.


Siempre crecí con la idea de que había nacido en 1 de diciembre de 1965. Sin embargo, con la información de que había un niño recién nacido para la Guerra de Abril de 1965, entendí que sólo podría ser yo. Así se acababan las especulaciones y las quejas de mis amigos y compañeros de andanzas de que yo tenía más edad que la que decía mi madre. Además, no era posible que si nací en diciembre de 1965 me declararan en julio del 65, es decir, siete meses antes de nacer.


Dos sucesos importantes en torno a la vida mi padre nos marcaron la vida para siempre. La muerte de Radhamés Cárdenas, esposo de mi tía Hilda y la presión de Aridia García para que mi padre asumiera la manutención de Erasmo Peña. Estos dos sucesos provocaron que mi familia afrontara el primer éxodo de tantos que el destino nos tenía reservado.


Así nací en el seno de una familia de tres hermanas y tres hermanos ya nacidos producto de la relación conyugal de Hipólito Peña (agricultor y ganadero) y de Consuelo Guzmán, una mujer emprendedora con aspiraciones de comerciante, pero sobre todo ama de casa. Contaba mi padre 40 años y mi madre 37 cuando vi la luz del mundo por primera vez.

miércoles, 5 de agosto de 2009

Antes del génesis


Desde antes de ser concebido por la gracia de Dios en el vientre de mi madre producto de la unión de Hipólito Peña e Hilda Consuelo Guzmán, ya contaban en la lista de los vivos mis hermanas Rosario, Bélgica y Juliana y mis hermanos Juan Alberto, Diógenes e Hipólito. Además de Erasmo nuestro medio hermano, quien vino a convertirse en un gran locutor de música típica dominicana en la ciudad de Santiago.


Mi familia residía en Villa Lobos, perteneciente al municipio de Guayubín, de la provincia de Montecristi. Dicha localidad era un pujante paraje localizado en el kilómetro 45 de la carretera Duarte en su trayecto Montecristi-Santiago. No obstante, el nuevo trazo de la autopista provocó que Villa Lobos se convirtiera en un pueblo abandonado. Su mal, por el contrario, favoreció el desarrollo de Villa Elisa, tanto así que hoy día es un distrito municipal.


Villa Lobos, cerca del río Yaque, vivía principalmente de la agricultura de riego: tabaco, arroz, plátano y de la crianza de ganado vacuno, bovino y caprino. Estos dos últimos favorecidos por las grandes extensiones de terrenos de clima seco, llamados breñales. Terrenos hoy cercados, desmontados y dispuestos para el cultivo de pastizales para el ganado.


En ese ambiente crecían mis hermanos: arenoso, polvoriento, cubierto de cambronales, raquetas y cayucos. Medio lleno de caminos requete pisados por los chivos y ovejos que deambulan por las inmensas sabanas del pueblo. Era la tierra de David Peña y Pepé Guzmán, mis abuelos paternos y de Vicente Guzmán y Gavina Rosario, mis abuelos maternos.


Era la época que marcaba el final de la era de Trujillo y el inicio tortuoso del camino de la democracia. Era, precisamente, 1964. El año del séptimo embarazo de mi madre. Esperaba su cuarto varón. Cuatro años después del último hijo nacido vivo, luego de una preñez perdida.