lunes, 10 de agosto de 2009

Segundo éxodo



Avanzaba ya el año 1972 cuando mi familia decidió instalarse a la nueva casa en El Papayo, una sección de Guayubín, en la provincia de Montecristi. Esta comunidad era de las pocas que tenía características de un pequeño núcleo urbano. Sus casas estaban unas cercas de las otras. La mayoría estaba construida de madera de pino, con puertas de robles y caobas y su techo era de zinc.

El Papayo estaba enclavado en plena Cordillera Septentrional. Era un pequeño llano en medio de las ramificaciones de la cordillera que parecían lanzarse desde su altura hasta la costa del Océano Atlántico. Esta comunidad estaba localizada en la falda del Cerro llamado El Alto de El Papayo y cerca de El Guanillo y El Balatal. Este trío de montañas cuidan el este y el sur de la población. Los Cerros de Marino se encargan de hacer lo mismo al norte. El Papayo era un punto de referencia entre Villa Elisa y Punta Rucia o Estero Hondo. Era el extremo noreste de Guayubín, en las fronteras de las comunidades localizadas en el oeste de Puerto Plata.

Nos mudamos a un palacio en comparación con el bohío donde vivíamos anteriormente. La nueva casa contaba con tres habitaciones, una amplia sala con pisos cubiertos de linolio, un pequeño comedor, una terraza espaciosa, una cocina grande, la letrina de rigor y un super patio. Los jardines estaban cubiertos de una grama colchosa y verde como una alfombra de esmeralda El patio estaba cubierto de yerbas par el ganado, atravesado por una cañada que en tiempo de lluvia dejaba resbalar por centro un arroyuelo que daba la impresión de llegar a tierras paradisiacas. Los alrededores etaban protegidos por samanes frondosos, acacias retantes del viento y un ciruelo que invitaba a disfrutar el agridulce sabor de sus frutas.

Era la gloria para una super familia que había aumentado con la llegada del nidal. Se trataba de Patricia, quien cerró la fábrica. Un vientre que había albergado a 10 hijos vivos sin contar dos o tres abortos. Pero no hay espacio en la zona rural para los espíritus inquietos. Ya Bélgica y Juliana habían partido buscando fuentes de estudio y trabajo, ya que la escuela a penas llegaba hasta sexto grado. Así fue que se unieron a los miles de obreros que abandonaron sus campos para sumarse a la pujante Zona Franca de Santiago. Por razones diferentes Diógenes y Juan Alberto habían abandonado la escuela para integrarse al trabajo agrícola y ganadero. Por el contrario Hipólito hacía malabares para continuar sus estudios en Villa Elisa. Era un talento que no se podía desperdiciar detrás de una vaca o arrancando la esperanza en una planta de yuca.

El Papayo me brindó la oportunidad de avanzar hasta octavo grado para también inspirarme a un tercer éxodo ya iniciado por mis hermanos mayores. Fue la oportunidad de dejar las tetas de las vacas o las mieles de tabaco para dedicarme a fortalecer mi formación intelectual. Fue aquí cuando comencé a conocer de El Señor. Mis hermanas, con esa habilidad para atraer al sexo opuesto eran cortejadas por esos religiosos ambulantes que predicaban por doquier. Ellos utilizaban la técnica de reunir pequeños grupos y obsequiarles Biblia. Una de esas llegó a mis manos y así a conocer las enseñanzas de nuestro Señor Jesucristo.

Ese Papayo de mi niñez me brindaba los gratos recuerdos de conocer chicas de mi infancia como Dennis Salcedo, una digna descendiente de la familia Medina, una de las familias más prominentes de la comunidad. De jugar béisbol, un deporte que amé y practiqué sin mucho éxito. De escribir las páginas más gloriosas de mi vida.

Había terminado el octavo con éxito y ya no había cursos para mí en la comunidad. Mi familia decidió enviarme a Santiago para unirme al grupo de Rosario, ya divorciada de Roberto, Bélgica, Juliana e Hipólito. Era la familia más extraña: las mujeres trabajaban duro y estudiaban y los jóvenes estudiaban para forjarse un futuro diferente. Pero todo esto forma parte de otra historia: la de un tercer éxodo.



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