martes, 11 de agosto de 2009

Segundo éxodo parte II



Nuestra estadía en El Papayo abarcó unos 30 años. Este era un pueblecito alegre, contradictorio, conservador, amante del merengue típico, del ron y de los gallos. Estaba poblado, entre otras familias, por los Medina, Basilio y los Quiñones. Poseía dos calles principales: la principal, que comunicaba a Agua de la Palma con Tiburcio y, la secundaria, que lo unía con La Cavada y Puerto Juanita. Sin embargo, existían una serie de callejones que relacionaban los sectores escondidos con el centro. El más popular de todos fue El Callejón que servía de hábitat a las familias descendientes de Altagracia y Vitalino, Dulce y Pututo, María y Santana, entre otros.

Como era de esperarse, los hombres y mujeres de nuestra familia estaba destinados a vincularse de manera afectiva con las hijas e hijos de El Papayo. Rosario, en su segundo matrimonio, se casó con Salvador Basilio, de cuya unión nació Josué Ambiorix. Juan Alberto se casa con Lucrecia Medina Sosa, Diógenes con Rosa Medina Sosa, Hipólito con Rosa Guzmán y yo con Reyna De Jesús.

El Papayo era un bastión reformista, de seguro una herencia trujillista difícil de borrar. Se dice que el mismo Generalísimo Trujillo llegó a visitar a la comunidad, donde Emilio Medina fungía como alcalde, cargo que fue transmitiéndose de un Medina a otro Medina, hasta que llegó a manos de Fedé Basilio. De patricios a plebeyos.

Un pueblo que llegó a recibir a innumerables figuras de la vida política nacional: Trujillo, Balaguer, Jorge Blanco, Hipólito Mejía, Peña Gómez, entre otros. Fue así como tuvo privilegios para obtener los servicios educativos hasta octavo y servir de centro a los pueblos a su alrededor, agua potable, carretera en buen estado, oficinas de agricultura, centro de madres... hasta que todo fue degenerando hasta convertirlo en un pueblo olvidado.

Nuestra familia comenzó a desintegrarse en la medida que salíamos en búsqueda de mejores condiciones para el estudio y el trabajo. Incluso mi padre, muerto Polín Pérez, salió hacia la pista a trabajar con un militar que había conseguido una parcela en el gobierno de Balaguer, pero que a la llegada de Antonio Guzmán había declarado como ambos servicios incompatibles, fue así cómo mi padre de socio se convirtió en propietario de ese terreno localizado a orillas del río Yaque del Norte.

Al final, sólo quedaban Hipólito en su cargo de director de la escuela, Juan Alberto amante solícito de las lomas del balatal y yo en mi condición de maestro. Hasta emprendimos el éxodo definitivo a Santiago de los Caballeros, ciudad que nos alberga casi a la familia completa. La casa que recibimos para residir en esta comunidad la vendimos por unos 80 mil pesos, siempre amenazados por los descendientes de la señora Medina de recuperar lo que quedaba de su antigua casa. Ya hoy es parte de la historia. Sólo queda un solar que algú día se podría convertir en una casa veraniega que albergue a un gringo o a varios turistas extranjeros por su ubicación a unos cinco kilómetros de la playa de Punta Rucia.

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