sábado, 8 de agosto de 2009

Primer éxodo


Era julio cuando mi familia decidió dejar las calles polvorientas de Villa Lobos para emigrar por primera vez hasta Puerto Juanita, un paraje localizado a unos 20 kilómetros, precisamente en la costa atlántica. Puerto, porque fue salida de innumerables embarques de madera de la vertiente norte de la Cordillera Septentrional ni decir de otros productos agrícolas como el tabaco y el añil. Juanita, quién que señora daría su nombre, como lo hicieron Sinda, Isabel o Elisa en otras comunidades cercanas.

Puerto Juanita era el nombre bonito que la gente de cierto nivel educativo llamaba a esta comunidad, cuando su verdadero nombre era Estero Balsa. Estero, porque era un llano entre las montañas de la cordillera y las costas cercanas al océano. Un pueblo que se formó a lo largo de la carretera que comunicaba a El Papayo con la única protección costera que existía en esa zona, es decir, un cuartel militar. Esta era la tierra de los Salcedo y de otros campesinos dedicados a producir tabaco y a criar vacas, gallinas y cerdos para su subsistencia. Sin dejar de lado la pesca de los más audaces en medio de los manglares que eran inundados por las mareas altas y la recolección de lambíes y cangrejos en épocas de abundancia.

Un cuartel para evitar que los barbuses invadieran nuestro territorio. Idea que repetida tantas veces era creída sin reservas por los campesinos, que de vez en vez, eran obligados a realizar rondas y a sembrar los albinales de estacas para evitar el aterrizaje de alguna avioneta enemiga.

Un pueblo de calles empedradas, de aspecto polvoriento en tiempo seco y de extensos lodazales en tiempo de lluvia. Contaba con una maestra, responsable de la educación de niños y niñas hasta cuarto grado de básica. Era Mireya Sánchez la maestra que inspiró mi primer contacto con las letras en el patio de su casa. En este pueblo escondido de Montecristi fuimos a parar.

Nos mudamos en un bohío construído de astillas de madera de cambrón, entapizadas sus paredes con una capa de barro que nos protegía del frío. Era su techo de canas y sus puertas de tablas de robles. Su patio era un espacio pequeño sembrado de hierbas para el ganado: burros, caballos, becerros y mulos. Además, de contar de una cantidad indeterminada de gallinas y un número considerable de colmenas que producían cera y miel.

Aquí consiguió mi hermana Rosario su marido: Roberto Ortega, antes que su familia emigrara, como muchas otras a otras poblaciones de mayor desarrollo económico. Fue así como la familia Ortega, la Sánchez y la Salcedo dejaron el pueblo para irse a Villa Vásquez. Sí, aquí llegamos, mientras otros hacían sus maletas para irse.

Mi padre se convirtió en el administrador de las fincas y el ganado de uno de las hacendados más poderosos de la costa norte. Era su nombre Polín Pérez, dueño de extensas fincas desde Mamey en Puerto Plata hasta Sancié en Montecristi. Así que nunca nos faltó comida para mantenernos: carnes, huevos, leche, plátanos... Estas facilidades, también permitieron nuestro segundo éxodo.

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