sábado, 15 de agosto de 2009

Segundo éxodo parte III



Mi niñez se convirtió en una combinación perfecta de estudios, juegos y trabajo. Estudio de lo que se llamaba entonces la primaria (de primero a sexto), gracias al Señor que crearon el séptimo y el octavo (educación intermedia). Los juegos eran diversos pasando por los héroes de las novelas de Radio Santa María: Casán el Cazador, el Príncipe Leopardo, Kalimán y Luis Dragón; siguiendo con policías y ladrones, las escondidas, la minga y quién sabe cuántos más. Dos en especial nos animaban la vida: el béisbol y el cruce de rama en rama entre los árboles del patio. Los trabajos se reducían a la ayuda en el ordeñe: amamantar, arrear, conducir la leche a la casa, buscar las vacas, reunir los becerros... sin olvidar otras labores de la ganadería, entre las que cabe destacar: llevar el ganado a beber, achicar, chapear árboles y arbustos que impiden el crecimiento del pasto... además de las funciones agrícolas relacionadas con el tabaco y otros productos.

Era duro para nosotros y las bestias recorrer la distancia que existía entre nuestra casa y los espacios destinados a la ganadería y la agricultura. A mí en particular me desagradaba participar de esas actividades, ya que estaba destinado a participar de acciones más intelectuales que prácticas. Amaba el juego sobre todas las cosas, con mis hermanos aprendí a seguir el béisbol, principalmente el dominicano y el de grandes ligas. Nos pasábamos parte de la noche siguiendo las transmisiones de la Gran Cadena de la Calidad de Lilín Díaz, Johnny Naranjo, Freddy Mondesí y Billy Berroa. De esa aficción por el juego de pelota nos llevó desde pequeño a elaborar bates de madera, guantes de cartón, pelotas de trapos y bases de cualquier material que no representara riesgo para nuestros pies casi siempre descalzos.

Siguiendo el béisbol pude conocer pueblos como Agua de la Palma, Tiburcio, Gregorio, Rancho Manuel, Estero Hondo, La Jaiba, El Guayo, Copey, Agua de Luis, Derramaderos, entre otros. Eran visitas dominicales de dos partidos: uno en la mañana y otro en la tarde con un almuerzo sencillo al medio día. Era una de las pocas diversiones de esos pueblos olvidados. Esa comida casi siempre era un locrio de pica pica (sardina) o salami. A veces era yuca con spaguetti. Nos gustaba compartir el juego con los chicos de los pueblos vecinos, más si de por medio existía un grupo de chicas que asistían a observar los partidos. Nuestras indumentarias eran humildes: tenis o zapatos, pantalones de tela fuerte, una camiseta y una gorra. Ya para entonces jugábamos con pelotas de béisbol, bates de madera y unos guantes cansados del uso intensivo de mano en mano.

No obstante, El Papayo no era muy amante del béisbol. Ellos preferían los gallos, la música típica, las mujeres alegres y el trago de ron. Por esa razón no existía un lugar único para la práctica deportiva. Casi siempre eran solares secos del verano, así jugamos en el patio de Maritza, de Emilia, de los Vitalinos, de Armenio Medina, de Miro Quiñones, de Sergio, de Pedro Basilio, de la escuela, frente a Romelinda...

Era una época dorada. Tratábamos de seguir el ejemplo de Sobaro, de Bertico, de José y Radhamés de Hilda, Perucho, Porfirito, entre otros jóvenes. Ninguno de ellos logró pasar el famoso ciclo del amateur. Todo esto quedó atrás cuando cumplido mis catorce años tuve que emigrar en búsqueda de nuevos horizontes en un nido de corrupción para un muchacho campesino.

No hay comentarios:

Publicar un comentario